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Después de unos días de viaje, hoy retorno a mi paisaje cotidiano. Cuando las circunstancias lo propician me gusta perderme por el interior, ¿por qué hacerlo de otro modo si el mar ya lo tengo a un tiro de piedra? El caso es que vuelvo a tender mi toalla sobre la arena y caigo sobre ella. Al cabo de un rato -como siempre, ya venga solo o acompañado- me dedico a una de mis aficiones favoritas: observar a mi alrededor.
Hago aquí un pequeño inciso para rogar porque estás aficiones voyeuristas mías no me traigan jamás un disgusto, ya que últimamente observo a la gente como bastante soliviantada.
Practicando mi habitual inspección ocular, cómo haría un buen detective, mis ojos topan con un hombre que bien pudiera ser la personificación de Enrique Casamichana, uno de los personajes de mi segunda novela. Enrique -les recuerdo- es un tipo ya bien entrado en la sesentena, delgado y fibroso, con el cabello largo, cano, y recogido en una coleta o un moño, según el día. Marinero de profesión, ha regresado a la ciudad tras escapar de ella cuarenta años atrás, huyendo de un pasado turbio. Justo para ser detenido en una pelea y dar paso al protagonista principal de No hay lugar para la poesía: el insulso abogado Santiago Morilla.
Prosigo mi reconocimiento playero en busca de personajes y me detengo en una pareja que toma el sol a pocos metros. Ella lee, rara avis en los tiempos que corren; por más que la playa sea un lugar excepcional para degustar un libro en papel. Sin embargo, el personaje que llama mi atención es él. De unos treinta años, delgado y tirando hacia atlético, aunque preveo que no practica ningún deporte. Lleva, cómo no, un bañador slip bastante recogido. Porta el cabello oscurísimo y anacrónicamente esculpido a navaja. Las patillas, tenues, le alcanzan por debajo de los lóbulos de las orejas, y luce bigote. Es un bigote bien marcado, recortado sobre una faz morena y pulcramente afeitada. Se me figura un personaje de los años sesenta o del primer lustro de los setenta. Tiene pinta de policía joven y chulo, de cuando la Policía reprimía libertades. Debe haberse dado cuenta de que yo -un bañista solitario- le estoy contemplando más de la cuenta. Me mira, feroz, y concluyo mi examen e inicio estas letras.
Cualquier día te darán un sopapo, me diría mi amiga Teresa de estar aquí, conmigo.