Etiquetas

A menudo, la idea que guardamos de nosotros mismos no coincide con la que perciben cuantos nos rodean, y no nos identificamos con la descripción que algún alma bienintencionada -a riesgo incluso de acabar con la amistad- hace de nuestra persona. Es como cuando nos oímos en una grabación y ni nos reconocemos ni nos gustamos. ¿Yo tengo esa voz?, nos exclamamos; no, ese no puedo ser yo. Y le echamos la culpa a la grabadora.
En este discurso me hallo con mi amigo Lisardo, lo cual es poco prudente cuando transito horas bajas, conociendo cuáles son sus desplantes habituales.
-Un profesor que tuve en la universidad -le digo- sostenía que el tiempo corre para todos, excepto para uno mismo. Que tú te ves igual que siempre, por fuera y por dentro. Que a veces te encuentras con alguien y piensas: «¡Qué viejo se ha hecho!», sin percatarte de que para ti también han pasado los años; que has perdido el cabello, se te ha arrugado la piel y resecado el carácter. «Nos engañamos pensando que quienes envejecen son los demás, no uno mismo», decía aquel hombre.
-¿Decía? -me interrumpe Lisardo-. ¿Qué fue de él?
Murió, le respondo. ¿De viejo? Si, claro, de viejo.
-Pues ahí tienes tu respuesta. Y no te calientes más la cabeza.
Hoy ha estado indulgente. Así que pasamos a pedirnos otra cerveza, aprovechando que la chiquita que sirve las mesas pasa a nuestro lado.