Una persona muy estimada de mi familia es pintor de cuadros. Lo suyo no es una afición para ocupar el tiempo libre, sino que vive de pintar: considero que es un lujo trabajar en lo que nacería como un hobby. He podido estar presente unas pocas veces en su estudio. La imagen que yo me hacía de un artista de la pintura es la de alguien siempre ataviado para la ocasión, dispuesto en total abstracción ante un caballete, lanzando pinceladas de aquí para allá guiado por las musas, en pleno éxtasis; encerrado en la buhardilla de su casa o en el sótano o en el garaje, a veces al aire libre, en plena naturaleza. Pues no.
Llegado a la escena del crimen -el lugar donde a golpe de pincel perpetra magníficas obras- quedo fascinado por la exposición de cuadros distribuidos aquí y allá, apoyados contra la parte baja de las paredes, amontonados -sí, amontonados- el uno sobre el otro. Allá se apilan los lienzos blancos, dispuestos a servir de soporte para la creatividad del artista. Más allá, los botes de pigmento. Huele a pintura y a disolvente. Huele a arte y a artista. Y a humo, porque mi familiar fuma como un carretero mientras pinta, y un par de ceniceros rebosan de colillas. Sigue leyendo