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DSC_0035Una persona muy estimada de mi familia es pintor de cuadros. Lo suyo no es una afición para ocupar el tiempo libre, sino que vive de pintar: considero que es un lujo trabajar en lo que nacería como un hobby. He podido estar presente unas pocas veces en su estudio. La imagen que yo me hacía de un artista de la pintura es la de alguien siempre ataviado para la ocasión, dispuesto en total abstracción ante un caballete, lanzando pinceladas de aquí para allá guiado por las musas, en pleno éxtasis; encerrado en la buhardilla de su casa o en el sótano o en el garaje, a veces al aire libre, en plena naturaleza. Pues no.

Llegado a la escena del crimen -el lugar donde a golpe de pincel perpetra magníficas obras- quedo fascinado por la exposición de cuadros distribuidos aquí y allá, apoyados contra la parte baja de las paredes, amontonados -sí, amontonados- el uno sobre el otro. Allá se apilan los lienzos blancos, dispuestos a servir de soporte para la creatividad del artista. Más allá, los botes de pigmento. Huele a pintura y a disolvente. Huele a arte y a artista. Y a humo, porque mi familiar fuma como un carretero mientras pinta, y un par de ceniceros rebosan de colillas.

No veo el típico caballete, con lo que queda roto el primer tópico. En la mesa que usa -un tablero largo como de cocina y estrecho como un pupitre, metido contra la pared- tiene media docena de lienzos pequeños, apoyados en hilera sobre el muro. A medio pintar. Se trata de una serie, me dice. Y, efectivamente, veo que el motivo de todos es el mismo. Primero hago el esbozo, me explica encaramado en su taburete, y me hace una demostración práctica disponiendo un séptimo cuadrito sobre el que traza en un santiamén las líneas maestras de lo que será la pintura.

Ahora se le va dando forma, dice. Perfila las imágenes, da color. Moja y remoja el pincel y el cuadro va surgiendo, borroso. Ahora hay que esperar a que seque. Mientras, pasa a otro, al tiempo que me habla de encargos, de motivos, series, exposiciones. De la diferencia entre una obra que será única y una lámina, y otras cosas que yo desconocía en absoluto. Repite la operación y luego se va a otro lienzo.

Aprendo que, cuando la pintura es profesional, se hace con método. Retorna al primer lienzo, mezcla las pinturas para obtener la gama que desea y perfecciona la imagen. Sobre un árbol difuminado realiza trazos quirúrgicos, y la copa adquiere volumen. Luego da luz a una nube, y brillo a la superficie de un charco. La imagen, antes plana, se te viene a los ojos. A más detalle, más volumen, mejor es la obra, me explica. Se invierte más tiempo y el resultado es que se gana en calidad y, de paso, en precio. Porque -por supuesto- a final de mes hay que llenar la nevera, pagar el agua, la luz, los autónomos y lo que viene a ser la vida en sí.

Salta de un lienzo a otro: pintar, reposar, secar, pensar, volver a pintar. El resultado es magistral. Por fin, uno tras otros embadurnará los cuadros como con una especie de esmalte aceitoso que les da una pátina especial. Acabar de secar -un filo del cuadro sobre las baldosas del suelo y el de arriba contra el zócalo- y luego al montón. Listos para, el día que toque, ser izados a su furgoneta y partir a donde el marchante.

Es un trabajo donde se mezclan talento y dominio, técnica y método.

Esta tarde he aprendido mucho. No a pintar -ni siquiera soy capaz de pintar como Dios manda las cuatro paredes de mi cuarto-, sino a escribir. Porque, si lo miramos bien, supongo que lo que él hace con sus obras es lo que hace un escritor de verdad al construir sus novelas.

Bueno, pero de una en una, me digo. Pues tampoco: cierto escritor de éxito me comentaba, no hace demasiados días, que él simultanea la facturación de su novela con otros escritos, y que incluso es capaz de trabajar en dos novelas a la vez. Con método: primero componiendo el borrador, luego rellenándolo para darle volumen -sinónimo de calidad, según mi pintor- y por fin corrigiéndolo. De esto hablaremos en otra ocasión.