(Meses antes de aparecer en No hay lugar lugar para la poesía, el detective Andrés Román protagoniza una aventura).
Nada es por casualidad. Ésta es la máxima de Andrés Román, fundada en la cínica experiencia que le dictan dos décadas como detective privado. Acomodado en una butaca de cuero de su coctelería favorita –el Bellavista– saborea un pisco-sour exquisito, con el que festeja la última faena recién concluida. Suena jazz bajo las luces atenuadas. Raquel lo ha convocado de urgencia, esta misma tarde, y llega casi tan elegante y sofisticada como siempre. Pero hoy no lo besa. Julio se ha enterado –le suelta abatida–: lo sabe todo. Román se ajusta la americana, serio, y evalúa qué quiere abarcar ella con ese todo remarcado. ¿Habla de cuando Andrés la encontró en aquella sala de fiestas para malcasados? ¿De su primera vez en un hotel de urgencia? ¿De los fines de semana que pasaron, furtivos? ¿De todas las copas aquí mismo, donde ahora están? Conquistarla no fue difícil; tampoco lo fue seducirlo a él. Sigue leyendo