Estoy celebrando la reciente publicación de una nueva novela –con la inevitable carga de incertidumbre y el temor a no haberlo hecho tan bien como quisiera y debiera- cuando
me pregunto cómo nació No hay lugar para la poesía y otras publicaciones anteriores. Por lo que respecta a esta novela -la segunda en mi peculio- partió de una de esas largas conversaciones que mantengo con Lisardo, justo antes de que la ronda de cervezas nos haga flaquear la debida lucidez, haciéndola inútil para tan alto propósito. Nos hallábamos en uno de nuestros abrevaderos favoritos cuando de mis labios saltó el consabido: tú te imaginas que… Y de allí surgiría, con el tiempo y la dedicación, una trama de crímenes y equívocos en la que no profundizaré para no hacerme un auto-spoiler (es decir, arruinar yo mismo el interés que pudiera tener el lector por hacerse con mis páginas y llegar al final de la novela).
Lisardo también me hace de lector cero: de sufrido conejillo de indias a la hora de testar el antepenúltimo manuscrito. Es crítico -ya quedamos en ello hace tiempo- en cuanto se refiere a mis escritos. Y me dijo que mi última novela le había encantado, no sin obligarme con su ácida verborrea habitual a hacer adelgazar el manuscrito unas cuantas páginas y a corregir determinados parajes y hasta ciertas ideas, y también proporcionarme otras. Del resto, soy absolutamente responsable.
Hoy nos volveremos a juntar –a mis expensas, ya que soy quien tiene algo que celebrar, en esta ocasión- y aprovecharé para hablarle de nuevos proyectos y, también, de este último vástago mío.
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