El gruista de turno en Estambul se había esmerado al estibar el contenedor en la bodega
del buque y a Enrique le fue fácil recuperar el paquete, poco antes de atracar en Nápoles. Llevaba dos años enrolado en el Marsaskala III y sabía que a nadie iba a escandalizar que los precintos aparecieran rotos, eran muchos los que hacían esas cosas para sacarse un sobresueldo. Desembarcó y enseguida tomó el catamarán que en menos de una hora lo dejaba en el muelle de Capri. Las nubes se habían apartado un momento, lucía un tímido sol y él se acomodó en una de las terrazas de la Marina Grande, con su mochila de lona entre las piernas. ¿Qué tomará?, le preguntó el camarero en italiano. Una birra, respondió, y esperó.
Cada embarcación que llegaba arrojaba centenares de turistas que atestaban los muelles y se perdían cuesta arriba, hacia los miradores de la isla. Desistió de identificar a nadie entre la abigarrada multitud. La copa helada exudaba humedad cuando le dio el primer trago, atenuando la sequedad de su garganta. Un hombre surgió de entre la masa y se acercó para sentarse a su mesa, sin más ceremonia. Enrique le echó un vistazo: bastante más joven que él –andaría sobre los treinta años-, robusto y discreto. No parecía un maleante ni tenía pinta de policía, aunque uno nunca podía fiarse.
Tutto va bene?, preguntó con una sonrisa que no le alcanzó a los ojos. El marinero respondió cabeceando de arriba abajo, despacio. El tipo echó una ojeada a la mochila, de pasada, y miró como distraído hacia los barcos amarrados. È dentro?, consultó, y Enrique asintió de nuevo. El camarero se acercó –un’acqua frizzante– y Enrique pudo observar que se guiñaban un ojo. Éste también está en el ajo, seguro que le hace de vigía, pensó. Se le antojó demasiada gente para lo que habría de ser una transacción rápida.
-¿Traes la pasta?
–Ogni cosa a suo tempo.
Faltaban veinte minutos para la salida del próximo catamarán y al marinero ya empezaba a quemarle el suelo de la isla, pero el otro no parecía tener ninguna prisa.
-Escucha –cambió al español-, tendrás que subir tú mismo el encargo allá arriba.
Eso no es lo pactado –rechazó- pero el italiano se encogió de hombros, indiferente. Se non ti piace, puoi andartene ora. No, Enrique no estaba dispuesto a dejarlo estar: precisaba el dinero y no había llegado tan lejos para volverse de vacío. Dejó al tipo tomándose lo suyo y descartó el funicular, imposible de gente. El microbús ocupaba casi todo el ancho de la carretera y los coches que bajaban se iban echando a donde podían para dejarlo pasar, hasta llegar a la piazza Umberto I. Espérate en la barandilla, sobre el despeñadero, le había indicado el otro. ¿Y qué hago allí? Nada, disfruta del paisaje.
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