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Día noventa y tres del año nuevo.

-Durante tiempo estuve desplazándome fuera de ciudad en coche, por motivos de trabajo. Debía visitar a unos clientes y cada semana me iba para allá. Pero antes de llegar a mi destino me veía obligada a recorrer la travesía de una pequeña población, donde indefectiblemente venía a pararme ante un semáforo que jamás encontré en verde.

Es Teresa quien me cuenta la historia que ahora les reproduzco en estas líneas. Me ha llamado al mediodía y me ha citado para esta tarde, casi con urgencia. Necesito alguien sensible con quien hablar, me ha dicho, y –sabiendo cómo es ella- no he tenido claro si debía tomármelo a bien o a mal. Pero aquí estoy.

-Se formaba una buena hilera de vehículos y una muchacha marchaba con vivacidad uno tras otro, bolsa de pañuelos de papel en mano, pidiendo caridad. Porque, Martín, por mucho que uno se quiera travestir de vendedor de clínex, de limpiacristalero a salto de mata o de artista del malabar o funambulista callejero, o de músico del metro, y así vivapobre con la ilusión de tener un oficio, no es más que un pedigüeño. Por muy bien que lo haga.

Hay excepciones, pienso yo, pero la dejo continuar.

-Aquella chica era guapísima. Joven, con esos rasgos del este de Europa que enamoran. A mí me dio por pensar que  estaría bien que uno de aquellos día acertara a pasar por allí un galante Richard Gere como el de Pretty woman y la rescatara de aquella esquina; quiero decir de aquella travesía.

Por un instante he visto en los ojos de Teresa una llama de emoción, que apaga encendiéndose un cigarrillo, dándole una calada y entornando los ojos.

-Pero pasaban los días y los meses y la chica seguía allí. Nunca vi que nadie le comprara un solo paquetito de pañuelos, tampoco yo, pero ella siempre sonreía y saludaba a los conductores que marchaban sin querer verla.

La mirada de mi amiga se ha acerado y vuelve a ser ella.

-Al poco hicieron una variante y ya no tuve que recorrer aquel camino. Pero como que los imprevistos son lo más previsible en este nuestro país, unas obras urgentes hicieron que tiempo después retornara a la antigua vía. Enseguida me acordé de la chica. ¿Richard Gere la habría rescatado al final? Ahí mismo es donde ella estaba antes, me dije al divisar la silueta de una vieja que ahora ocupaba su puesto.

Otra calada al cigarrillo de mi amiga concluye en un rictus.

-El semáforo cambió a rojo, como en los viejos tiempos, y que quedé al lado de esta otra mujer que también ofrecía pañuelos de papel. Sólo entonces reconocí a la chiquilla de entonces. Era una ruina de lo que fue, créeme, Martín. ¿Cuánto había pasado? ¿Tres, cuatro años? Quedé desolada. La muchacha vivaz de piel tersa, erguida, que saltaba entre los coches, estaba ahora arrugada, encorvada y arrastraba los pies. ¿Qué le habría pasado? Cambió el semáforo y arranqué. La seguí por el retrovisor mientras salía de allí. Se había orillado hacia la acera y dejaba pasar los vehículos con desinterés. Me dio pena, mucha.

Miro  los ojos de la dura Teresa y observo que otra vez se han humedecido.

-La perdí de vista. Entonces enfoqué el retrovisor, mirando ahora mi cara. Queriendo comprobar que el tiempo no había sido tan devastador conmigo y que la vida no se me estaba mostrando tan injusta. El nudo que se me hizo en la garganta estuvo oprimiéndome kilómetros y kilómetros. De esto último hace otro par de años.

Nunca he sido bueno para reconfortar a nadie en el pesar, y con Teresa –la radical Teresa- no sabría cómo hacerlo. Así que callo.

-Por qué te cuento esto hoy, te preguntarás. Verás. Esta mañana he vuelto a pasar por allá, de nuevo accidentalmente. Hoy, excepcionalmente, no cambiaba el semáforo. Mientras que me aproximaba he tenido que ralentizar mi coche para darle tiempo de ponerse en rojo. Imagínate la de pitidos que he formado. Y todo para comprobar que ella ya no estaba. Más delante me he parado sobre la acera y he desecho el camino a pie. He entrado en un bar de allí enfrente y he preguntado al camarero que pasaba el paño sobre la barra. Sabía de quién le hablaba. Un día se fue, sin más, me informa. ¿La recogió algún coche?, he preguntado esperanzada, y el hombre se ha encogido de hombros y ha proseguido su faena.

Teresa lanza otra vez la mano al paquete de tabaco.

-A veces una tiene la impresión de llegar tarde a los sitios, ¿a ti no te pasa? Y entonces me pregunto por qué no hice eso o lo otro mientras estuve a tiempo. Es lo que me ocurre con esa chica. Ya sé que no hubiera podido aportarle nada, pero me hubiera gustado hablar con ella, preguntarle por su pasado, saber de dónde venía, qué esperaba de la vida o, al menos, comprarle un paquetito de pañuelos. Ya sé, me dirás que no hubiera arreglado nada, pero yo ahora me sentiría mejor.

La entiendo.

Pero por más que Teresa me suponga un alma cándida y un espíritu sensible, ahora me invade una gran frialdad: la de quien intuye que a Teresa, como a muchos otros, lo que les afecta no son los desgraciados con quienes se topan en la calle, sino lo mal que se vienen a sentir ellos mismos cuando ya no hay solución. Ese es, tal vez, el verdadero problema: el desinterés. Así que no compadezco a mi amiga en absoluto: ella no es la víctima.

Pero mejor sigo callado.

 

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