Día noventa y cinco del año nuevo.
Llueve y todo se ralentiza. Vivo a tocar del campo y justo enfrente se cultiva. Me asomo. Hoy no saldrá ese agricultor que me despierta todos los domingos con su ruidoso motocultor, tampoco espero verlo agachado sobre la tierra recolectando y trasladando los frutos a las cajas preparadas a su lado. No habrá de regar –supongo-, ni arar ni plantar ni apuntalar las cañas por las que treparán las matas. Me imagino que hoy estará de fiesta.
Me siento ante la cristalera perlada de gotas -la que separa a mi mesa de trabajo del mundo que me circunda- y enciendo el artilugio que me sirve para escribir. Preparo la atmósfera con los rituales de cada día y me conciencio para una gratificante jornada.
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Sigue lloviendo, pero esa agua de ahí fuera no se me contagia en un brain storming interior.
Es bonita la lluvia, me relaja. Lástima que tendré que invertir tiempo en una sesión de limpieza de cristales, que a buen seguro quedarán embarrados. Porque aquí, cuando llueve, llueve barro. Miro la previsión: mañana también amenazan lluvias, y al otro. Bueno, al menos podré posponer la sesión cristalera un día más.
Me preparo un té.
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Hay quien le pone una rodajita de limón al té, o incluso de naranja. O lo completa con leche, y hasta le echa comino y pimienta. Yo le añado una pizca de canela -le da un sabor especial- y lo endulzo con miel. Humea la taza a mi lado y regreso al teclado. Me concentro.
Suena el teléfono.
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La pantalla sigue con su página en blanco, impoluta. El gato se acerca a ronronearme entre las piernas. Bajaré a ver cómo está su bol de pienso.
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Ya estoy de vuelta.
¿Qué me haré hoy para cenar? Mejor saldré por ahí, a picar algo.
Mientras, la pantalla sigue en blanco. Me levanto y pongo un DVD en el reproductor de música. Es Sonny Rollins. Arrancan los acordes y regreso a mi pantalla.
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Dicen que la inspiración te ha de pillar trabajando, pero hoy no parece ser mi día.
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¿Y si me fuera a dar una vuelta? Total, no vendría de un día.
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¿Dónde habré puesto el paraguas?
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Clik.