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(Fragmento de El efecto dominó)

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Abril de 1931

Fueron reuniéndose corrillos ante el ayuntamiento a primeras horas de aquel martes de abril de mil novecientos treinta y uno, según llegaban noticias de Barcelona. Se había ordenado a los guardias que aseguraran las verjas de hierro que cerraban los soportales, confiando en que para la hora del almuerzo se dispersaría el personal. Pero nadie se movió, por más que las autoridades municipales no asomaran a hacer ninguna declaración. Se aseguraba que el alcalde y los concejales salientes estaban en el edificio desde la noche anterior. Otros atestiguaban que se habían reunido al levantar el día, cuando empezaban a recogerse los serenos y únicamente circulaban por las calles los carromatos que colocaban sus mercancías en el mercado. Sea como fuere, se acrecentaba la expectación entre los que iban acercándose allí.

Dos días antes habían tenido lugar las elecciones municipales y, a medida que avanzaba la jornada y se constataba la nutrida participación, empezó a vislumbrarse que aquellas no iban a ser unas elecciones como otras cualesquiera. Se habían aglomerado los votantes desde muy temprano a las puertas de los colegios, en ordenada cola, aguardando el tiempo que fuera preciso para ejercer su derecho, sin desanimarse por la férrea supervisión a la que les sometían los interventores de todos los partidos concurrentes. También se vigilaban éstos mutuamente para evitar que se compraran los votos, asegurándose que cada uno se cotizaba ni más ni menos que a la cantidad de diez pesetas.

La jornada del domingo transcurrió sin grandes incidentes, iniciándose el escrutinio a las cuatro de la tarde. En la sede de uno de los partidos locales se instaló una pizarra y a las seis empezaron a anotarse los resultados provisionales, que llegaban a medida que iban finalizando los recuentos. Todo era animación en las sedes de los partidos. A eso de las siete ya se vio que el alborozo dominaba en el ala republicana, mientras que el desánimo cundía entre los partidos monárquicos. La misma tarde del domingo ya se había concentrado la gente frente al ayuntamiento, unos a curiosear, a sopesar el ambiente otros, a informarse la mayoría. A las nueve descargó el tranvía una nutrida carga de pasajeros que, tras votar, había decidido pasar la tarde en la Ciudad Condal, y traía noticias de lo que se estaba viviendo allí. Estaban las Ramblas invadidas por la muchedumbre, relataban. Se contaba que el pueblo vitoreaba a cuantos candidatos ganadores pasaron por allí, en coche o a pie, ya fueran futuros concejales o jefes de formaciones políticas.

Las calles se vaciaron a una hora prudente. El lunes se convirtió en un día de espera sin que llegara prensa a la ciudad, devoradas las ediciones por entero en la capital, casi a las mismas puertas de las rotativas. Tampoco se editaba el periódico local por ser el día festivo de sus trabajadores. En los cafés se hablaba de la normalidad con que se había desenvuelto la jornada anterior. Otros oponían que se sabía de alborotos en Barcelona y en Madrid. Llegó también la noticia de la que la flota inglesa, atracada desde hacía una semana en el puerto, había zarpado, y los hubo que especularon con que el rey Alfonso hubiera abandonado el país, a bordo. Sin embargo se mantenía el habitual Consejo de Ministros de esa tarde: a fin de cuentas, unas elecciones municipales no podían decidir la suerte de un país.

A las seis de la tarde del lunes renacieron los grupos del día anterior, y algunos de los que venían de trabajar en la ciudad vecina aseguraban tener noticia de que en casa del señor Alcalá Zamora, en Madrid, se habían reunido los representantes de las fuerzas de izquierda, para elaborar un manifiesto; que el resultado electoral era una clara respuesta a la dictadura de Primo de Ribera; y que el rey era consciente de que el plebiscito, más que favorecer a unos u otros partidos, le era adverso a él, por lo que debía obrar en conciencia.

Llegó muy menguada la edición de diarios del martes y del tren apenas se descargaron poco más de un centenar de ejemplares. Por ello, allá donde alguien esgrimía un diario –ya fuera en un café o en plena calle–, el personal se apiñaba a su alrededor y se veía forzado el afortunado poseedor a ejercer las funciones de improvisado informador comunitario. Por un diario que costaba diez céntimos se llegó a pagar en reventa veinte veces su valor. Interesaba la valoración que el presidente Aznar y sus ministros hicieran de la crisis y se daba por segura la salida del rey.

El reloj de la fachada del ayuntamiento fue marcando los cuartos y las horas sin que nadie abandonara su puesto, ni tan siquiera para el almuerzo. En todo caso se destacaron puestos avanzados a la oficina de telégrafos y a la estación de ferrocarriles, y la multitud permanecía atenta a todo aquel que descendiera del tranvía y fuera susceptible de aportar idea de cuanto pudiera acontecer. Se repetían incesantes las mismas preguntas: ¿qué pasa en Barcelona? Algunos decían haber visto el centro de la capital rebosante de gentes que desde las Ramblas confluían en manifestación hacia la plaza de San Jaime, sede del poder municipal, enarbolando la bandera tricolor ante la pasividad de las fuerzas del orden público. Es más, se aseguraba que fueron los propios guardias civiles y sus jefes los primeros en proferir vivas a la república.  ¿Y en Madrid? De la capital del reino aún no se sabía nada.

A las seis cerraron los comercios y el número de congregados engrosó lo suficiente como para calificarlo de multitud. En la ciudad empezaron a aparecer, tímidas, las primeras banderas tricolores. Se informó de que, al mediodía, el alcalde saliente de Barcelona había hecho entrega de la vara símbolo de la alcaldía a Luís Companys, sin esperar a mayor trámite; que, seguidamente, el anciano coronel Maciá había proclamado la república desde el balcón del ayuntamiento, tomando posesión del edificio de la Diputación provincial. ¿Y en Madrid?, se volvía a preguntar ¿Se declarará el estado de guerra?, preguntaban los más recelosos. En absoluto, de ningún modo, se respondía a modo de ferviente deseo.

Anselmo Pubill, jefe de operarios de la factoría Daudell, tenía noticia de que cada vez era mayor el número de los reunidos en la plaza del ayuntamiento. Durante toda la jornada no habían hablado de otra cosa los empleados de la fábrica, desde los mozos de almacenaje hasta los contables, pasando por los operarios de los hornos y los especialistas de acabados. Tampoco referían otra cosa los transportistas ni los proveedores. Presentía el hombre que, tan pronto sonara estridente la sirena, muchos de ellos partirían a engrosar la concentración. Los contempló atravesar la cancela, tras la que otros días se dispersaban camino de sus casas sin descartar la recalada en alguna taberna. Pero aquella tarde todos cruzaron la pasarela que salvaba las vías en abigarrada formación y se encaminaron decididos al centro de la ciudad. Tomó él mismo su chaqueta porque, aunque el tiempo ya era bueno, pronto caería la noche y refrescaría. Afortunadamente, el siguiente sábado se cambiaba la hora y se podrían aprovechar mejor las tardes.

Cruzó la pasarela ya despejada, anduvo un trecho paralelo a las vías y se internó a la izquierda por una de las calles que, más adelante, iba a concluir en la avenida que conducía a la plaza del ayuntamiento. De las calles transversales le fueron saliendo al paso cada vez más caminantes, que engordaban la procesión que le precedía. Conforme avanzaba, Pubill se vio inmerso de pleno en el flujo, convertido casi en manifestación. Por la izquierda se unió un grupito que hacía ondear una bandera republicana, tarareando entusiasmado el son de la Marsellesa. Llegó a la esquina con la calle donde vivía y, en trance de doblarla, optó por continuar hasta la avenida, curioso de otear el ambiente. Se dejó llevar un poco más, a tocar de la plaza, y la animación generalizada le impulsó a internarse en el marasmo de gentes. Y vino a encontrarse con la última persona que hubiera pensado ver allí.

(…)