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Fue preciosa desde que naciera, veinte primaveras atrás. Mateo se resistió a apadrinarla -¿ya le convendrá ser la ahijada de un inspector de policía?, opuso- pero hubo de claudicar: eso siempre le dará un respeto, le rebatió el matrimonio amigo. Se equivocaron. Anteanoche apareció en la playa, tan destruida que el sargento de la Guardia Civil quiso que fuese él quien reconociera el cadáver. Ni una palabra a los padres ni a nadie -le rogó-, bastante pena tienen ya.
Mateo la veía de agosto en agosto. Sorprendió la envidia en sus amigas y el deseo en los chicos; la ansiedad en su único novio y los codazos burlones al paso de la pareja, siempre tan comedida. O cuando ella enrojecía al oírle bromear: esta chiquilla os dará un disgusto cualquier día. Imposible, reía la madre, está hecha a la antigua.
Desciende el féretro ante el pueblo entero. Los padres aúllan y el chico se le acerca. Júreme que encontrará a quien la ha destrozado así, exige con rabia desmedida. Mateo le sondea la mirada reseca que tantas veces ha visto en otros. ¿Cómo no se dio cuenta? Telefonea al sargento y conduce, dejando escapar el tiempo. Luego enfila hacia el cuartel y en el vestíbulo sortea a los confundidos progenitores del muchacho. A éste se le muda el rostro al verlo entrar en el cuartito donde lo han confinado.
-Dime, ¿cómo sabías tú lo que le han hecho? –Mateo le escupe con furia todo el fuego del averno-. Y dame una sola razón para no matarte aquí mismo.