Me rindo y me dejo vencer hasta sentarme en la tierra, exhausto. Dejo ir entre mis piernas flexionadas el bulto del que tiro marcha atrás, arrastrándolo a duras penas, y hundo la barbilla en el pecho. La frente se me ha inundado de regueros de sudor y me sofoco dentro de la chaqueta. Me duele respirar.
Lentamente me reclinaría hasta que mi espalda reposara en el suelo, como cuando tras la prórroga reuníamos fuerzas para la ronda de penaltis; desparramados por el césped, concentrados antes del momento decisivo, mirando la portería de reojo. Pero aquí no hay ni portería ni balón ni hinchada, ni mucho menos un ansiado trofeo. Ni tampoco equipo: sólo el bulto y yo. Así que me aferro a las rodillas, porque si me dejara ir ya no me levantaría.
Alzo la vista. Hay luna llena pero ya casi no distingo mi coche, detenido allí abajo, en la maltrecha pista. Se ha portado bien. Ha traqueteado y rechinado y he sentido su panza raspando el suelo, y me he encogido como si fuera mi cuerpo el que topaba con cada pedrusco del abrupto camino. Hasta que inevitablemente ha dicho: de aquí ya no paso. Sigue leyendo