Hasta hace poco he andado dándole los últimos retoques a una nueva novela que en
breve verá la luz. Primero fue idearla. Para ello resultó decisiva una de esas reuniones que hago con mi amigo Lisardo (o como quiera que se llame en realidad) alrededor de unas cervezas. Oye -le dije cierto día-, ¿a ti que te parecería una historia donde a tal tipo le pasara esto o lo otro?
-Imagínate: un señor, abogado al fin, maneja ciertos casos; y de pronto le medio matan a un cliente y a él le revuelven el despacho en busca de algo que no acierta a saber qué es; y le amenazan y le trastocan la vida; y él va construyendo una hipótesis y empieza a investigarla. Y, dándole vueltas, se mete en una historia acontecida cincuenta años atrás, cuando el tipo hubo de huir de la ciudad porque la vida le iba en ello.
¿Habrá muertos?, quiso saber Lisardo. Sí, alguno habrá, le concedí.
-¿Y quién es ese tipo? -inquirió-. El que ha de poner tierra de por medio, ya sabes…
Un viejo marinero, le avancé; y como que Lisardo ha estado en la mar, me preguntó si era que iba a poner su historia en cuartillas. Lo cierto -considero- es que la vida de mi amigo de tertulias daría para una saga entera, cualquier día me sacudo la pereza y me pongo a ello. Pero por ahora me lo guardo para mi exclusivo deleite.
-¿Y qué me darías por mi vida? -me preguntó al cabo de un rato, después de apurar su copa
La eterna pregunta…
-Si quieres sacarte algo con tu vida, escríbetela tú mismo -le espeté con malhumor.
Sonrió con ese gesto que delata que ha logrado uno de sus propósitos favoritos: el de soliviantarme. Luego llamó al camarero. Otra ronda, le pidió. Ya puedes darte por pagado -me dijo cuando nos ponían delante un par de jarras frías y yo desarrugaba el entrecejo.
Sí, algún día escribiré de Lisardo.
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