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Veo a más gente que lee en el tren. Primero pensé que era una falsa percepción mía -soy muy descreído, la verdad- pero cada vez son más los especímenes lectores con los que allí me cruzo. Entonces lo achaqué a que la pandemia tal vez habría vuelto a despertar el hábito: creo haber leído en algún sitio que las editoriales confirmaban un ligero repunte de las ventas, que deseo que no sea pasajero. No obstante, no me quedo con esta explicación. Viendo el fenómeno de la lectura ferroviaria, me he puesto a observarlo más a fondo: siempre he reconocido que curiosear es lo mío.
En el vagón escruto a los pasajeros. Algunos hablan entre ellos -muy pocos- mientras otros aprovechan para descabezar un sueñecito. Pero el elemento común, la actividad más generalizada, es la de consultar el móvil.
El móvil nos salva de la inactividad en la antesala del médico; entre plato y plato, cuando comemos a solas; y cuando no se nos ocurre nada mejor que hacer. También cuando usamos el transporte público, incluso si vamos en grupo pero no tenemos qué decirnos. El móvil llena los espacios de transición. Desde que existe, no es necesario pedir a la gente que baje el volumen de las conversaciones. Con una ligera melodía que emane de nuestros auriculares, sin caer en estridencias ensordecedoras, basta para aislarnos del todo.
He despotricado mucho del onanismo informático, pero aún más lo he hecho de lo ruidosas que se están volviendo las bibliotecas. Sin embargo, ahora puedes leer en el tren. Mira por donde, el telefonillo ha ganado puntos ante mí. Quizás debieran vender las bibliotecas como lugares dedicados a conectarse al wifi y pasar pantalla tras pantalla, una después de otra. Así, los que disfrutábamos leyendo en ellas podríamos volver a hacerlo.
A ver si, con un poco de suerte, también se extiende la costumbre a las playas.