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asesinatos, crimen, detective, el rastro de las pantallas, investigación, relato corto, relato policiaco

¿Tienen idea de lo enredado que resulta para un detective ponerse a buscar a alguien de quien apenas te dan un nombre? Pues imagínense cuando se trata de localizar a tres tipos y el cliente te exige celeridad. Así que, de entre mi lista de contactos, me pareció que el sargento Guerrero sería el propicio para echarme una mano. Nos habíamos hecho mutuos favores en bastantes ocasiones y, además, él andaba embarcado en un máster para su hijo, por lo que un ingreso extra le vendría de perlas. Después ya sólo me quedaría rastrear las direcciones –vomitadas clandestinamente por las pantallas de la policía–, localizar a los objetivos, transmitir mi informe y cobrar la faena. Pero al final la cosa no resultó tan depurada.
Ya de entrada, el cliente me había nombrado a quiénes localizar, pero había sido demasiado parco indicándome el por qué. Aquello tendría que haberme escamado. Veinte años viéndolas de todos los colores deberían haberme hecho más cauto, pero yo también pasaba por un momento delicado y necesitaba efectivo con urgencia. Así que, como única precaución, agregué la filiación de quien me contrataba a la lista que pasé a Guerrero, y los ordenadores respondieron que no le constaban antecedentes. En un tiempo récord ya sabía lo que me interesaba. No es por vanagloriarme, pero aquello fue coser y cantar para alguien tan bregado como yo.
La primera noticia adversa me llegó por la prensa. Un hombre había aparecido calcinado en un descampado, aunque no tanto como para no poder identificarlo. Se llamaba igual que uno de mis objetivos y era de su misma edad; aunque bien podía ser mera coincidencia. Un día después, un segundo tipo fue dragado del fondo del puerto con un alambre atenazándole las muñecas. Sus iniciales coincidían con las de otro integrante del trío investigado. Esperé ansioso a la prensa de la mañana siguiente, pero esta vez fue la propia Guardia Civil quien me trajo noticias. El cuartito donde me sentaron debía estar tan plagado de lóbregas historias que me sentí acojonado nada más pisarlo.
–Andrés Román –un teniente leyó mi credencial antes de mirarme fijamente–. ¿Desde cuándo mantienes tratos con el sargento Guerrero? ¿Acaso creíais que las consultas a la base de datos de la Guardia Civil no dejan rastro? ¿Qué clase de cachondeo os pensáis que es esto?
El sargento estaba de pie, a un lado, con la cabeza tan gacha como la de un pobre alumno a quien han pillado copiando y espera un durísimo correctivo.
–Éste ya está liquidado –lo señaló el oficial–, si tiene suerte sólo tendrá que buscarse otro empleo. Pero tú aún estás peor.
Me tendió las fotos de un cadáver ennegrecido y la de un cuerpo chorreando agua.
–Te diré lo que sospecho –dijo-. Pienso que proporcionando esas direcciones has puesto al asesino tras la pista de sus víctimas, si es que no estás más complicado en las muertes. De momento aún nos faltan otros dos, de quienes todavía no sabemos nada.
Sólo eran tres, repuse, y confesé a quién pertenecía el cuarto nombre.
–Interesante –consideró el teniente–. ¿Dónde podemos localizarle?
El trato con el cliente lo había cerrado en mi despacho. También hablamos por teléfono, pero el móvil que usó conmigo ya no daba señal. En cuanto a su identidad, resultó ser más falsa que un duro de plástico: en la base del carnet de identidad no figuraba nadie con aquella filiación.
–Por eso no le constaban antecedentes –soltó el teniente– ¿No se os ocurrió pensarlo, idiotas?
Salí del cuartel bendiciendo que el oficial no hiciera sangre conmigo. Al menos de momento –me había precisado–, y siempre que todo se resolviera con rapidez. Debió prever que yo también investigaría por mi cuenta. ¿Acaso me quedaba otra? Además, se lo debía al sargento Guerrero.
Al cliente me lo había recomendado un abogado con quien trabajo habitualmente.
–Lo recuerdo –me dijo éste–. Era un señor bajito y muy moreno, de unos cincuenta y tantos años.
Empezábamos mal. Mi hombre era alto, mucho más joven y tirando a rubio. Y, ahora que lo pensaba, bastante malcarado.
–Quería informarse sobre cómo localizar a unos familiares lejanos a quienes había perdido la pista hace años. Por un tema de herencias, me dijo. Le di tus señas y ya no sé más.
Eran los mismos motivos que me había dado a mí.
–¿Por qué vino a verte a ti?
–En realidad me lo rebotó otro abogado, a quien había acudido primero.
Le llamó. El rubio alto –que empezó siendo moreno y bajito– acabó mutando en mujer.
–¿Estás seguro? –preguntó mi abogado a su colega.
–Por supuesto.
–¿De qué la conoces?
–De nada. Me dijo por teléfono que era amiga de un cliente habitual.
Como supuse, ese cliente lo desmintió.
¿Y ahora qué?
A diferencia de con el rubio, Guerrero no había querido pasarme los antecedentes de los otros tres. Error por mi parte el no insistirle, pero ahora no podía llamarle. Así que llamé a su teniente.
–Les constaban hurtos menores, pero ninguno había estado detenido nunca –me respondió con sorprendente atención.
Él tampoco debía tener gran cosa y le traspasé cuanto yo sabía. ¿Eso es todo?, me preguntó. Todo, le aseguré.
–Se te está acabando el tiempo –aprovechó para amenazarme.
Volví a donde residía cada uno de mis hombres. Las dos muertes no habían transcendido y no era de extrañar, ya que cada uno de ellos vivía solo y se relacionaban poco en sus respectivos barrios. La puerta del que aún faltaba por aparecer estaba cerrada a cal y canto y hacía días que los vecinos no sabían de él. Me dio mala espina. A ninguno de los tres se le había visto recientemente con un tipo ni moreno ni rubio ni con mujer alguna, pero me dijeron que pudieran estar empleados en una agencia de trabajo temporal. Un contacto que mantengo en la seguridad social me facilitó la razón social.
Telefoneé y un empleado charlatán me aseguró que los tenían colocados en una empresa de transporte urgente. Me fui para allá. El dueño del negocio no estaba y a su mujer, que le hacía de secretaria, se la veía disgustada: ninguno de los tres se había presentaba a la faena en los últimos siete u ocho días.
–Supongo que es por esta gripe, que nos está dejando en cuadro –masculló con desdén–, o vaya usted a saber por qué otro motivo. Tampoco se han molestado en avisarme.
–¿Qué cometido desempeñan aquí?
–Cada uno vigilaba en un turno. Por los ladrones, ya sabe.
Esgrimí mi identificación y pedí sus fichas.
–Trabajo para la mutua laboral investigando bajas fraudulentas –argumenté.
–Ah, en ese caso aquí las tiene.
De entrada, ninguno de los domicilios allí escritos se correspondía con los que yo conocía.
–¿Cuánto llevan con ustedes?
–Aún no llega al año. Ya ve, la gente de ahora es muy informal. Entre esta clase de tropa y la crisis, pronto habremos de echar el cierre. Si les ve dígales que no hace falta que vuelvan –me exhortó la mujer al despedirme.
La Guardia Civil tampoco había estado en la agencia de trabajo temporal. Allí también les constaban las mismas direcciones que en la empresa de transportes, lo que engrosaba mi culpa.
–Un señor vino preguntándome por ellos hará una semana. Dijo que los conocía y que también él buscaba faena. Le di el móvil de uno de los tres.
Tuve un pálpito. Localicé con la vista la cámara de seguridad camuflada junto a la puerta y exhibí otra vez mi carnet de investigador.
–¿Ese trasto graba?
–Claro. A veces nos viene algún exaltado a liarla.
–Tendremos que ver las imágenes.
–No sé si eso es legal –se resistió.
Hube de acercarle un vaso de agua del lavabo para reanimarlo, tras narrarle el lamentable estado actual de al menos dos de sus empleados. Acongojado, fue corriendo la filmación hacia atrás hasta que localizó al tipo. Enseguida lo reconocí.
–Así que el rubio existe –profirió el teniente tras llegarse a la agencia.
La duda escocía, sobre todo cuando era evidente que yo era el único que obtenía resultados en aquel caso.
–Ahora vete a casa hasta que te llame, como poco habrás de testificar –me mandó, y confiscó el disco con las imágenes que luego cotejaría en su dichosa base de datos–. Déjanos el resto a los profesionales.
Y una mierda, me dije, pero callé.
A ver, Andrés –me pregunté–: ¿a santo de qué tenía el rubio que dar matarile a los guardas? ¿Y qué pintan el moreno bajito y la mujer? Ya acostado, muchas ideas afluyeron a mi cabeza, pero ninguna consistente. Al día siguiente, muy temprano, me despertó el zumbido insistente del timbre de la puerta. Una patrulla con las luces azules encendidas esperaba en la calle, y en el cuartel me aguardaba el teniente. Al lado de las fotos del día anterior colocó la de un hombre también maniatado a la espalda y colgado de un árbol por el cuello.
–Lo han encontrado esta noche en un bosque cercano, aunque llevaba días muerto. He querido que fueras el primero en saberlo.
Su voz ya no era solícita, sino siniestra. Recuerda que tú también eres sospechoso, volvió a enseñarme los dientes. Una hora después recogí de mi casa el arma que tengo por si las cosas se ponen mal y me fui al piso del calcinado. Lo forcé. La Guardia Civil ya había estado allí, pero siempre podía habérseles pasado algo. Era espartano, como de quien sólo está de paso. No hallé nada, ni tampoco en el del ahogado ni en el tercero. Estaba violentando el buzón del ahorcado cuando ella apareció. Pillada por sorpresa, la mujer de la agencia de transportes se asustó.
–Nadie me decía nada y he tenido que venir yo misma –trató de salir del paso.
Evidentemente mentía: se suponía que ella ignoraba las direcciones buenas de sus tres empleados. La agarré del cuello y la acogoté sin contemplaciones contra la pared.
–Y ahora dime todo lo que sepas –bramé.
Bastó con volvernos a la empresa para echar mano al moreno bajito: era el dueño del negocio. No hube de apretarle, se puso a temblar nada más vernos entrar. Estaba solo. El propio teniente había estado a verles la tarde de antes, tras recoger las imágenes, y a los dos les entró el tembleque: un detective es una cosa y un guardiacivil es otra bien diferente.
–Al principio los tres vigilantes se habían concertado para mangar algunos envíos que luego revendían. Sabían dónde colocarlos, porque conocían a gente del ramo.
Era yo mismo quien me complacería en dar explicaciones al teniente, bastante más tarde.
–Los dueños acabaron dándose cuenta, pero la crisis era tan fuerte que entraron en el juego. Lo vieron como un modo de ir trampeando, de momento, y no creían hacer mal a casi nadie: ellos se sacaban un dinero, el seguro indemnizaba a los clientes, y aquí no ha pasado nada.
El valor de lo sustraído iba subiendo a cada robo. Sin embargo, los guardas sabían por experiencia que tarde o temprano acabarían pillándolos, así que decidieron dar un golpe definitivo y quitarse de en medio. Eligieron un buen envío, de piezas de arte, y desaparecieron. Pero el marchante, mosqueado por un expolio anterior, advirtió al dueño y a su señora de que o le devolvían lo suyo o se iba derecho a la policía. El matrimonio miró primero de encontrar a los tres cómplices traidores, contratando a un detective: a mí. Pero, por no enmarañarse más, al final acabaron interponiendo a alguien inadecuado.
Los encerré en el cuartito de la limpieza, sin molestarme en amordazarlos. Sabía que estarían tan callados como dos muertos. Me senté tras la mesa del dueño con la pistola al alcance de la mano.
–Fue el rubio quien informó al matrimonio de dónde vivían los guardas –proseguía mi relato– y se ofreció para recuperar lo robado. Se ensañó con los tres huidos y, cuando tuvo las obras, extorsionó al dueño y a su mujer: o le daban más o negociaría una recompensa con el marchante. Al saber de las dos primeras muertes se cagaron vivos. Pero ella, con más presencia de ánimo, se puso en marcha y se fue a la casa del tercer vigilante.
–¿Con qué finalidad?
–Hoy acababa el plazo dado por el rubio y quiso ver si estaba conchabado con el guarda que faltaba. Tal vez hasta pudiera arreglar el asunto con éste. Recuerde –hice ver al oficial– que aún no era público que también se lo había cargado.
El asesino llegó a la empresa como animal que olisquea el peligro. Le apunté al entrar al despacho y se quedó paralizado al verme. Yo debía ser el último a quien esperaba encontrarse allí. Podemos llegar a un acuerdo -me ofreció-, no sería la primera vez que te pago. No me cabían dudas de que había venido con la idea de cobrar y acabar con el matrimonio; y de que ahora yo también era un inconveniente que tarde o temprano tendría que solventar: no podía dejar testigos. Por eso -por precaución-, nada más encerrar a la pareja yo había llamado al teniente.
Los tres detenidos partieron esposados en las patrullas de la Guardia Civil. Por primera vez, el oficial sonrió.
–Te felicito, eres bueno investigando –reconoció–. Sólo por eso voy a recomendar que nada más te retiren la licencia durante un año.
–Pero…
–¿Qué, si no? ¿Acaso creías que ibas a irte de rositas.
* * *