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Publicaciones de la categoría: Reflexiones

¿Cuánto cabe bajo la alfombra?

11 Lunes Ene 2021

Posted by Martín Garrido in Artículo, Reflexiones

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afecto invernadero, CO2

Leo en la prensa que está en marcha un sistema que será “una de las soluciones que ha de ayudar a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero“, y pienso: ¡Mira qué bien, ya era hora! Leo ávido y me entero de que, en síntesis, se trata de recoger el CO2 -que normalmente iría a parar a la atmósfera- y confinarlo indefinidamente en pozos petrolíferos agotados, y por tanto vacíos. Las empresas petrolíferas serán las que gestionarán el sistema, patrocinado por un país del norte de Europa.

Me voy al diccionario a mirar dos palabras: reducir y almacenar.

Reducir, según la RAE: disminuir o aminorar.

Almacenar: poner o guardar en almacén.

Busco almacén. Es un local que forma parte de la actividad del comercio; es decir, que lo que se guarda en él tiene entrada y salida. Por contra, un lugar donde algo entra y ya nunca más sale es una tumba, por poner un ejemplo. Salvo que un corrimiento haga afluir su contenido, cosa también posible.

Vuelvo a la noticia. La leo y la releo y no se dice que este CO2 estancado se pueda reciclar de algún modo, dándole una utilidad realmente sostenible. ¿Podrá consumirse como fuente energética -o de algún otro modo- en el futuro? No consta en la noticia, lo cual la empobrece. Visto tal cual aparece, da la impresión de que la función del montaje sea embotellar sine die este gas nefasto para seguir produciéndolo a destajo, delegando la solución en las generaciones futuras. Algo parecido a enterrar barriles de uranio radioactivo; o a barrer y dejar el polvo bajo la alfombra.

Lastima, porque la noticia prometía..

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Lo ya visto…

09 Miércoles Dic 2020

Posted by Martín Garrido in Reflexiones

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Dejà vu

No eran las seis de la mañana y hacía un frío de espanto cuando salí para ir al trabajo. Aún adormilado me puse a buscar mi coche donde más o menos solía dejarlo. Lo abrí, entré y metí la llave en el contacto, para comprobar que no giraba. Me desperté de golpe. Seguro que alguien había tratado de robármelo y me había roto el clausor, maldije. No fue hasta levantar la cabeza que me di cuenta de que, en realidad, me había equivocado de coche: éste que ahora usurpaba era del mismo color y modelo que el mío.

Mi enojo mutó en temor. Me veía dentro de un vehículo extraño y expuesto a que, si llegaba su dueño, me tomara por un ladrón y no me diera ni tiempo de justificarme, cargado de la misma ira que me había embargado a mí hacía unos segundos. Salí raudo, cerré, encontré mi coche y me apresuré a huir de allí.

Días después volví a ver al objeto de mi equívoco y a una pareja que se disponía a abordarlo. Sin pensármelo dos veces les referí lo sucedido. Me miraron sorprendidos y me explicaron que tiempo atrás les habían quitado cuanto llevaban dentro, y que seguramente la cerradura habría quedado resentida. Agradecieron mi aviso y ahí acabo mi aventura.

Pero se ve que hay muchas piedras para tropezar en ellas, y yo me las encuentro casi todas.

Otra tarde de también hace unos años se me ocurrió acercarme a recoger unos encargos. Mi cuñado me llevaba y estacionó en una larga doble fila, donde me esperó. Tardé solo unos minuto. Regresé, abrí la puerta, me subí y, solo cuando ya estaba en el asiento del acompañante, vi la cara de estupor y recelo del conductor. ¡Me había vuelto a equivocar de vehículo!

Imaginen mi azoramiento y cómo me disculpé en tanto descendía, sin que el pobre hombre atinara a decir nada. Imaginen también el regodeo de mi cuñado, que había observado al completo mi errada maniobra. No sucedió, pero si el auto hubiera arrancado llevándome, podría haber sido el sugerente inicio de un relato oscuro. El caso es que la situación se saldó con un cachondeo que duró kilómetros, mientras yo me preguntaba cómo es que estas cosas solo me pasan a mí.

Pues bien, hace unos días era yo el estacionado al volante de mi coche en unos grandes almacenes, tras unas compras. Revisaba mis llamadas cuando intuí a una mujer, de más o menos mi edad, que me rodeaba hasta la puerta del acompañante. Supe lo que iba a suceder y no me equivoqué: entró, se sentó e incluso fue a echar mano al cinturón de seguridad, y no me vio hasta que deje ir un hola acompañado de una sonrisa sincera.

Su azoramiento, las disculpas y el bajar precipitadamente fueron un dejà vu para mí. La vi buscar al vehículo que la había traído y volverse hacia el mío antes de subirse. No puede ver si su acompañante también se desternillaba, ni siquiera si se había percatado del error. Aún menos pude vislumbrar si ella pensó que yo podría haber arrancado antes de que se percatara del equívoco, raptándola; ni ella pudo ver mi expresión de felicidad durante kilómetros, al comprobar que no debo ser un bicho tan, tan, tan raro.

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Chorizos 5J

26 Jueves Nov 2020

Posted by Martín Garrido in Reflexiones

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El Reino (2018) - Filmaffinity

-Dime: ¿a ti por qué te gustan las novelas criminales?

La pregunta me la hace mi amigo Lisardo. Sepan que, además de ser un cocinero bastante apañado –no diré un chef, pero sí apañado-, Lisardo ha leído mucho. ¿Qué otra cosa me quedaba que hacer cuando estuve embarcado, entre turno y turno en la cocina?, me ha recitado en bastantes ocasiones. El caso es que ha leído de todo y me confiesa que –entre cuanto hay escrito- sus favoritos eran y son las novelas de aventuras y, a continuación, algunos autores sudamericanos: los que él denomina mágico-trascendentales. Así los llama y les confieso no haber oído esa expresión en boca de nadie, con anterioridad. Autores como García Márquez, Laura Esquivel o Isabel Allende.

Pero volvamos a su pregunta.

-La novela criminal es, por regla general, un relato de muertes –le digo-. De cuanto puede hacer una persona, nada hay más al límite que quitarle la vida a alguien. Y si las muertes son múltiples, o si devienen genocidios, estamos ante el mayor de los delitos y de los pecados.

-¿Por eso te gustan las novelas criminales? –vuelve a la carga-. ¿Porque se mata a la gente?

Por supuesto que no; si así fuera, lo que en realidad me iría sería el género gore.

-En la novela criminal, lo importante es que siempre hay alguien que, de un modo u otro, trata de resolver el crimen. Si matar no fuera éticamente reprobable, la novela criminal no existiría.

-Pero hay novelas criminales sin muertos. También novelas en las que no se resuelve el delito cometido. Y otras acaban rematadamente mal, hasta te dejan mal cuerpo.

-Claro que sí –reconozco-. Pero la idea de lo reprobable subyace, ya sea respecto al asesinato o a otros crímenes.

Llegado a este punto me detengo, porque me viene a la mente una de esas películas que tanto me han gustado en los últimos años: El reino. Recuerdo las vicisitudes del protagonista, que ve cómo se pone su vida en peligro. Y vuelvo a ver la escena final, donde la periodista que le entrevista –cuando decide tirar de la manta- le recuerda que él no es un héroe, que en realidad es un chorizo tan chorizo como los que han intentado acabar con él.

En realidad, la película es un toque de atención: esa mujer de ficción se plantea recordárnoslo a los espectadores, no sea que alguno nos despistemos. Que hay que huir -como del diablo- de justificar o de mitificar a chorizos. Sean quienes sean. No vaya a ser que los normalicemos y hasta les levantemos pedestales.

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Reír las gracias.

23 Lunes Nov 2020

Posted by Martín Garrido in Reflexiones

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-No es lo mismo reír con las gracias de alguien que reírle las gracias a alguien. De una risa a otra hay una buena distancia: la que existe entre el reconocimiento espontaneo y la sumisión obligada. Cuando alguien es gracioso, buscas su compañía con regocijo. Cuando no lo es, pero celebras su inexistente genialidad, lo haces o por interés o por obligación.

Estoy de acuerdo con lo que me dice mi amigo Alejandro y pego el oído para captar la aventura con la que me ha de deleitar hoy. Seguidamente me habla de un cuñado al que se veía obligado a adular por satisfacer a su esposa; o de un jefe que tuvo, a quien no sólo había que responder amén en sus desvaríos, sino que debía celebrarlos como genialidades.

-Pero ese tiempo pasó. Me jubilé y me libré de reírle las gracias al jefe. Y enviudé y me redimí del cuñado. Pero no es de ellos de quienes te vengo a hablar.

Ya lo supongo, pienso. Y mientras él cavila por dónde empezar, yo no dejo de reconocer que más de una y de dos veces -incluso de tres o cuatro- me he visto forzado a alguna que otra celebración hipócrita, por quedar bien o por obtener beneficio. ¿Pero quién está libre de culpa?, pienso.

-Hace poco –prosigue Alejandro- me ha retirado el saludo una mujer dada a dejar caer sentencias y gracias sin ton ni son. Es largo explicarte por qué me ha borrado de su lista, pero te lo resumiré diciendo que me permití corregir uno de sus desvaríos; todo y que de una forma suave, ya me conoces. El caso es que me ha liquidado de su círculo. No es que me importe mucho: a estas alturas, muy pocas cosas me afectan. Pero me ha dado que pensar.

Alejandro se toma otro respiro y yo trato de imaginar a quién se estará refiriendo. Pero no le conozco amistades más allá de los cuatro saludos que prodiga en nuestro lugar de encuentro.

-No quiero hablarte de la motivación del que ríe, cosa que daría para una infinidad de tratados, sino de quien te obliga a reírle las gracias y te arrincona si no lo haces. De camarillas se han documentado muchas en la historia, y también de líderes populistas que no sabían hacer la o con un canuto. Me encantaría conocer por qué mecanismo llegaron esos individuos a sentirse un pozo de sabiduría, a creerse el ombligo del mundo. ¿Qué sienten cuando te eliminan, despechados de que no les pelotees? Me pregunto hasta dónde serían capaces de llegar, si se vieran impunes.

Creo que también hay casos documentados al respecto. Tal vez debería ponerme a revisar a cuantos me borraron de su entorno y preparar un plan de autoprotección; pero -como dice Alejandro-, prefiero reírme, esta vez no de las gracias de nadie.

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Elegir.

26 Lunes Oct 2020

Posted by Martín Garrido in Reflexiones

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Rotulo o lampara de barbería peluquería antiguo - Vendido en Venta Directa  - 26220014

Hablar más que un sacamuelas es una expresión a la que se recurre para decir que alguien pose una verborrea desbordante que hastía, especialmente cuando alguien habla de todo y de todos en cantidad y sin calidad. He buscado de dónde viene el dicho. Un sacamuelas era el antecesor de un moderno dentista del seguro: la persona que te quita esa muela que te aflige. Se anunciaba a voces en los mercadillos loando su habilidad para realizar una extracción indolora; de ahí la referencia a la elocuencia, no siempre cargada de verdad.

Los barberos también compaginaron, por siglos, el recorte de barbas y cabellos con la profesión de sacamuelas y ciertas cirugías menores. Más para acá, en las peluquerías se hablaba mucho y de todo, por lo que parece que nuevamente podría adquirir sentido la frase hecha.

¿A qué viene este entrante que acabo de dejarles? A que esta mañana, después de hacer ciertas gestiones, me he desplazado con la idea de recobrar un viejo hábito abandonado hace ya ocho meses: tomarme un café en un antiguo bar y -enfrente- visitar a mi barbero, como hacía una vez al mes. Y ello me ha hecho padecer primero un disgusto y después un desencanto. Pero antes de narrarlos, permítanme hablarles de mi barbero.

El hombre es un peluquero de los de antaño; un andaluz con edad para jubilarse hace años, pero que ha seguido al pie del cañón como muchos otros autónomos (otro día hablaré de los autónomos). Es un barbero de viejo que -como modernidad- atiende a horas concertadas; aunque lo suficientemente espaciadas como para que algunos privilegiados nos presentemos allá sin dar el fastidioso aviso y nos arregle entre el cliente que acaba de salir y el que aún no ha llegado. No siempre lo hace -hago aquí un inciso aclaratorio-: sólo nos reserva este favor a los que precisamos de poca mano de obra, debido a lo menguado de nuestras existencias capilares.

¿Es este hombre un parlanchín? No lo sé, sinceramente: yo soy de los que fabulo mucho pero doy poca conversación. Sospecho que el sistema de horas concertadas habrá hecho mermar la función de club social y espacio de debate de las peluquerías -al menos en las de caballeros-. Por otra parte, uno de los placeres de este establecimiento es que siempre tenía conectado un televisor con una programación invariable: los reportajes de La Dos de Televisión Española. Lo que -además de suponer un ahorro en revistas y en conversación- ya da una idea de su talante. En resumidas cuentas: era un local donde alguien como yo se encontraba realmente a gusto.

Pues bien, al acercarme a la peluquería he visto la persiana bajada y un letrero escrito a mano donde se anuncia su venta o alquiler. De aquí deriva el disgusto del día.

Confieso que me he quedado un par de minutos clavado ante la puerta metálica. Primero me he cerciorado -tontamente- de no haber errado con el establecimiento: son ya muchas las veces de cortarme el cabello en casa. Solventada la cuestión, cruzo al bar ya mencionado y se produce el desencanto. El dueño me reconoce, me pone el café en un vaso de cartón sobre un mostrador que ha improvisado en la misma puerta, y me avía con este mínimo servicio. Estamos él y yo solos y me atrevo a preguntarle qué ha sido de mi peluquero.

-Le ha pasado lo que nos ha de ocurrir a todos: lo que no han podido los años, lo ha podido el puto bicho -me ha dicho.

-¿Ha cerrado por el covid?

Así es -ha continuado-. Se ve que el hombre sólo tenía tenía tres pasiones: su peluquería de toda la vida, sus reportajes de la tele, y sus nietos; pero ahí -me ha señalado el local huérfano- entraba mucha gente, y se ha visto obligado a elegir en conciencia. Así que ha echado la persiana abajo, con todo el dolor de su corazón.

– Ahora ya solo le queda hacer de viejo -dice el cafetero, desolado.

Ciertamente, este asunto está dando al traste con más cosas de las que uno se piensa.

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Talante

15 Jueves Oct 2020

Posted by Martín Garrido in Reflexiones

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-Mantengo una relación beligerante entre mi estómago y la balanza del baño -me explica en confidencia mi amiga Teresa, mientras picoteamos con gula el aperitivo del mediodía.

Me explica que, cuando salta el piloto de alarma en los dígitos del artilugio con el que se pesa cada mañana, se pone a estrictísima dieta de hambre hasta situarse entre los límites que se tiene marcados.

-Pero en cuanto vislumbro ese punto deseado -sigue-, en lugar de actuar con cabeza me doy rienda suelta y me lanzo a recuperar el tiempo perdido. Entonces salto a una vorágine sin freno: salsa con pan, vino, cervezas y patatas, dulces, y todo lo que sea pecar con el paladar. Que para eso ha venido una al mundo, para pecar.

Y así estoy, que nunca acabo, prosigue.

-Unos días me inflo hasta ponerme mala y otros me sumo en ascético ayuno, hasta desfallecer. En la casa de comidas de al lado de mi casa, hay semanas que me nombrarían clienta del mes. Pero en otras, si de mi dependieran para sobrevivir, habrían de echar el cierre.

Eso no es vida -concluye mientras rebaña el escabeche de los mejillones-. Y todo por no obrar con cordura. Por actuar sin término medio, por no esperar a adecuar mi metabolismo.

Después -ya en mi casa-, yo también me peso. Y permuto el guiso con muchas patatas que me iba a preparar por un plato de verdura, y me prometo que no volveré a vermutear en uno o dos días; y que el bistec y las patatas quedarán para la cena -según lo que pese esta tarde-, y me pongo agua en lugar de abrir la botella de vino. Ella también deberá aguardar, aunque esta noche me la beba entera para recuperar.

¿Tendré acaso el mismo problema que Teresa?

Pongo la televisión para distraerme de que como a disgusto. Sale el tema estrella de estos días, y me da por pensar que con todo actuamos igual -yo el primero-, hasta en las peores circunstancias.

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Remembering.

05 Lunes Oct 2020

Posted by Martín Garrido in Reflexiones

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colegio de antaño, otros tiempos, oyendo la radio, remembering

Enciendo la radio. Hablan de recuerdos de infancia en el colegio y cada uno relata el suyo. Derivan hacia qué maestro o maestra les marcó como personas, y yo pienso en el mío. Debo reconocer que hubo un enseñante que, a fuerza horas y horas, contribuyó a que uno sea –en parte- como es; pero no hablaré hoy de este buen maestro, sino de otro.

El mío era un colegio público (entonces colegio nacional) y a aquel maestro le quedaba poco para jubilarse. Era el primer curso en el que nos juntaban a niños y niñas, y fue cuando me sentí atraído por la primera chica. El año anterior había sido lo de Carrero y al siguiente moriría Franco, y yo entraría en la fase de mis tres últimos cursos de EGB, netamente distintos. Pero este año tenía por última vez un solo profesor desde la mañana hasta el final de la tarde -si excluyo al de educación física y al páter que nos daba religión.

El hombre era falangista, machista y cerrado de criterio. A diferencia de otros, que usaban una regla para mantener la distancia y evitar el contacto físico, éste te daba un cachete -en la cara- cuando estimaba conveniente hacer uso del castigo corporal. Pero también nos hacía cantar y nos contaba historias edificantes. ¿Cuáles historias y cuáles canciones? Ya pueden imaginárselas, si les he dicho que era franquista trasnochado. Recuerdo que un alto porcentaje de mis compañeras tuvieron ese año la idea –afortunadamente pasajera- de hacerse monjas el día de mañana.

¿Nos divertimos entonces? Sin duda.

¿Fue un hombre entrañable? En absoluto.

¿Qué aprendí de él?

Viendo aquel año en perspectiva, me doy cuenta de lo fácil que es manipular a la gente cuando está en edades vulnerables. Y aún diré algo más, para acabar: tal vez sea una reminiscencia de aquel hombre –en la que no había pensado hasta esta mañana- que cada vez que uno de mis personajes de novela quiere humillar a otro, le golpea con la mano bien abierta, en la cara. Para que suene.

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Sentidos.

02 Viernes Oct 2020

Posted by Martín Garrido in Reflexiones

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instintos, Lisardo y yo, miradas, sentidos

-Hay cosas que no acierto a saber por qué se producen. Simplemente no las entiendo. No sé cómo se producen y no creo que nadie pueda darles una explicación.

Hoy mi amigo Lisardo no está muy hablador; pero es él quien inicia una de esas reflexiones a las que me tiene acostumbrado y que nunca sé a dónde irán a parar. De momento, si no se extiende un poco más, seré yo quien no llegue a comprender nada. Así se lo digo.

-Puedo entender –prosigue- que alguien nos roce levemente y descubramos que está ahí, pasando a nuestro lado. O que la casi imperceptible brisa que levanta y que quizás nos toca lo delate, haciéndonos levantar la cabeza. O que percibamos un casi inaudible susurro, o que notemos su fragancia, o que vislumbremos un destello de luz o el movimiento de una sombra que nos hace dirigir los ojos hacia él. Vista, oído, olfato, tacto: son los sentidos de la comunicación, corporales y tangibles.

Observo que Lisardo se ha dejado el gusto. Aunque para percibir a alguien por él se requiere de una aproximación profunda e intencionada, y entiendo que él no está hablando de intencionalidades.

-Pero dime –prosigue-: ¿qué hace que mires a una mujer y ella, de pronto y sin motivo, alce sus ojos desde el otro lado de la sala y sorprenda tu mirada? ¿Tú entiendes qué clase de sentido actúa ahí?

Reconozco que a mí también me gustaría saber cómo hace la mirada para tocar a otra persona.

-Tal vez lo que actúa es el instinto -le propongo, pero Lisardo ya se ha sumido en un silencio nostálgico y yo me reservo para otro día el hablarle de instintos.

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El negocio del miedo.

06 Domingo Sep 2020

Posted by Martín Garrido in Reflexiones

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fomentadores de la alarma

-Te concedo que la valentía es imprescindible para solucionar los problemas.

A veces obtengo una fuente de sapiencia confrontando a mis amigos, y hoy es Teresa quien responde a Alejandro. Les refresco la memoria: Teresa es una amiga que algunos calificarían de neoliberal, y Alejandro es el octogenario con quien departo en bastantes ocasiones. Es ella quien ha respondido a mi amigo.

-Pero no siempre debe ser uno quien se exponga -la mujer matiza su aseveración.

Le diría que su afirmación choca con su harta convicción del individuo que se hace a sí mismo, se gestiona a sí mismo y se defiende a sí mismo. Pero Alejandro -que la ha visto venir desde el minuto cero, en que los he presentado- se me adelanta.

-La cultura del miedo no tiene que ver con lo que en realidad pasa, sino con lo que se dice que pasa -afirma él, y le hace una pregunta-: Por ponerte un ejemplo, ¿tú sabes cuántos robos se cometen de cierto al cabo del año en tu barrio?

Muchos, dice Teresa.

-¿Muchos? ¿Cuantos son muchos? ¿Más muchos que hace una año o menos muchos que entonces?

Ella no tiene el dato, pero tampoco le caben dudas: más que antes.

-Ta habrás puesto alarma, supongo.

-Por supuesto. La administración es incapaz de protegerme.

-Sin embargo, llegado el caso, la central de alarmas llamará a la policía. Pero dime, ¿cuantos intentos de robo has padecido desde que tienes alarma?

Ninguno, dice ella: precisamente porque me he puesto alarma.

-Pero se de muchas personas que sí. Bueno, yo no lo sé, pero la gente sabe de ellas.

A veces -pienso- me fascino de la rapidez con la que aparece el vendedor de alarmas cuando se ha cometido un robo en el barrio (o cuando se dice que se ha cometido).

-Hay más gente que vive del miedo -sigue Alejandro-. Existe una caterva de aspirantes a mandatarios que, a falta de nada mejor que ofrecer, prometen seguridad. ¿Hay algo más subjetivo que la sensación de inseguridad? -dice mi amigo-. Pocas cosas son más veleidosas, y al tiempo enervantes.

-Pero a la gente la roban y la matan.

-Sin duda, y hay quien ocupa propiedades ajenas -sabe Alejandro-. Pero pongamos cada cosa en su sitio: a esta caterva -sé que habla de los políticos- le importa un bledo solucionar el problema. En realidad, el único que les atañe es el de llevarse un sueldo que en su puñetera vida lograrían ni con su formación ni en un trabajo útil. Y si para ello es preciso fomentar la existencia de los problemas, no dudan en ser los primeros en hacerlo.

Pero si el trabajo que hacen no es el de aportar soluciones, no es útil, concluye Alejandro. Y si no es útil, tampoco es digno: vendas lo que vendas.

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Desde esta latitud.

31 Lunes Ago 2020

Posted by Martín Garrido in Reflexiones

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se va el verano

Se acaba agosto y, aunque queda septiembre y parte de octubre, otra vez siento que se nos escapa el verano. Lo cual no es ninguna novedad: ocurre cada año, ya debería uno estar acostumbrado. Pero el final de este estío trae connotaciones que son nuevas: la sensación de haberlo desaprovechado o –para los que siempre ven el vaso medio lleno- de no haberlo aprovechado del todo. Ni más ni menos que como lo que antecedió del año.

De aquí a tres semanas será otoño, oficialmente. Deseo que no se nos arruine, como lo hizo la primavera. Miro cuanto celebrábamos antaño y nos hemos perdido hogaño (bonita palabra, por cierto): es como para ponerse a llorar, especialmente para los que ya hemos consumido una buena parte de la vida. Sin embargo, ciertos proyectos y esperanzas –unos propios y otros ajenos- hacen que un rescoldo se mantenga vivo. A ver si los necios no lo arruinan.

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Este es el blog de alguien a quien le gusta escribir. Aquí publico relatos, hablo de mis libros y de novelas y películas que me han agradado, de cosas que me impresionan y comento algunas vivencias. Te invito a seguirme.

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