Estuvo viéndole crecer el cabello desde que ella, en un arrebato, se lo cortara como un chico. Pasó años refutando sus objeciones: que si tengo pocas tetas, principió. Dos, le contestó, acercando una mano hasta la prudente distancia que les permitía la amistad; señalándoselas con el índice, primero una y luego la otra.
¿Cuántos pechos querrías tener?, le preguntó, y ella sonrió por la boca y por los ojos. Pequeñas, especificó con sorna: tengo las tetas pequeñas; y mucho culo, apostilló. En eso casi le dio la razón: tenía unas magníficas posaderas. Y demasiada cadera, y los muslos muy gordos… la mujer repasaba el estadillo de estragos.
La desmentiría esta misma tarde. Ahora que, vencida la prudencia y los prejuicios, esos muslos lo aprisionan mientras se mece entre ellos en acompasado vaivén.
Para evaluarla acaricia su contorno. Las manos rozan las piernas, remontan las caderas y se deslizan bajo los glúteos, aferrándolos para afianzar la embestida. Luego ascienden y la rodean donde le nace la espalda, y ella se arquea y sus pezones se alzan al aire y él los saborea.
No, ella nunca tuvo razón: es perfecta.
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