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El que dijo que no son los años los que pesan, sino los kilos, era un imbécil, pensó tras apartarse la fastidiosa mascarilla y coronar los tres tramos de vetustos escalones que lo encumbraron a su rellano, con la compra a cuestas. Un imbécil de solemnidad –recalcó para sus adentros–. Porque a mí no me vencen mis escuálidos sesenta y seis kilos, sino los ochenta años de antigüedad que acarreo.

Cuando se vino a este barrio estaba bastante más hecho. Entonces su peso rondaba los setenta y tantos, y aunque la escalera es la misma, peldaño a peldaño, la fatiga de ahora al subirla es bien diferente. De eso ya hace casi medio siglo –calculó–. Así que no me jodan con que son los kilos, se dijo mientras descansaba la carga y recobraba el resuello. Sacudió la mano para recuperar la circulación de la sangre, estrangulada por las asas del cesto, y rebuscó las llaves entre sus bolsillos.

–Entré a vivir aquí de segundas nupcias. Lo de segundas es un decir –aclara al inspector de policía que mantiene ante su puerta, sin invitarle a pasar–. Franco aún vivía y yo me había apartado a las bravas de mi primera señora, así que con ésta nunca llegué a casarme. Pero es mi mujer a cualquier efecto –se reafirma.

Había metido una llave en la primera de las cerraduras, la abrió y enseguida puso la otra en el segundo cierre. Tenía pocos segundos antes de que se disparase la alarma, así que se afanó con las teclas que desconectaban el artefacto chivato.

–Con tanto robo y tanto ocupa, ya ni con dos pestillos me fio –dice al policía.

El abuelo había retomado el cesto de la compra. ¡Ya estoy aquí, nena!, gritó justo antes de pasar adentro.

¡Nena!, pensó con sorna, y ajustó los cierres y reconectó la alarma, no lo fueran a sorprender. Antes sí que era una nena: una cría mucho más ligera que este capacho maldito, se dijo mientras porteaba el mandado de la compra a la cocina.

Vengo derrengado, repitió para ella, ahora más tenue. ¿Ha habido alguna novedad por aquí?, se interesó. Entonces notó que algo no andaba bien.

–La luz se nos va a menudo –dice al policía, aún varado en el descansillo–. El piso ya era antiguo cuando lo alquilamos. Si lo elegimos fue porque era de renta baja y porque quedaba al lado del taller que me había montado. ¿Se ha fijado en el bazar chino de la esquina? Pues ahí estuvo mi taller hasta que cumplí los cincuenta y cinco y tuve que echar la persiana.

Pero eso sería mucho después, porque cuando llegó las cosas iban de maravilla: empezaba una nueva vida, la faena le caía cerca y no faltaba el dinero. Entonces, los tres tramos de escalera no eran un problema.

–Al principio la corriente aún iba a ciento veinticinco. ¿Sabe a lo que me refiero? –pregunta al policía–. Enseguida la pasaron a doscientos veinte, pero sin cambiar los cables. Por eso salta, en cuanto le exiges un poco a la instalación. Estoy harto de ponerle notas al presidente de ahora para que haga algo, pero ni caso.

–¿No ha hablado con él?

–Es un chico que lleva poco en la escalera. Yo, con la gente de antes muy bien. Pero con estos de ahora, lo justo y menos.

–¿Quedan muchos vecinos de sus tiempos?

–¿En este bloque sin ascensor? –ríe el viejo–. Aquí sólo quedamos tres viviendas de las de entonces. En el primero hay un señor viudo con el que ya no me trato, y en el segundo una pareja que no sale de casa. Y yo aquí, en el tercero.

El policía escucha atento, por más que empieza a impacientarle esta conversación en la escalera.

–Y también mi señora, claro está –sigue el otro, recorriendo las desgastadas baldosas con la mirada–. Pero del cuarto para arriba todos son gente nueva, la mayoría de fuera. A los de antes, el dueño siempre está mirando de quitársenos de encima, para realquilar a  precios de ahora. Aunque conmigo se va a joder, ya se lo digo yo. Es él quien le ha hecho venir, ¿no es cierto?

Había abierto el armarito que ocultaba el contador y rearmó el diferencial. De inmediato oyó el pitido que llegaba desde la cocina, testimoniando que todo volvía a funcionar. Apenas había pasado una hora desde que salió a comprar, así que nada se habría echado a perder.

¿Desde cuánto te encargas tú de la compra?, se preguntó. Desde que todo empezó a irse al garete –se dijo.

–Mi mujer ya no está para subir y bajar –dice al inspector–. Cuando me quedé en el paro empecé a hacerle la compra y también la casa. Mientras, ella echaba su jornal en la fábrica, hasta que le dieron la larga enfermedad y luego la jubilación. Después he seguido con la costumbre, debe ser por eso que estoy más delgado que cuando nos casamos. Ella es unos pocos años más joven que yo, pero el tiempo la ha tratado peor y está delicada. Paradojas del destino: en un país de viudas, me veo sobreviviéndola a mi pesar.

 Comprobó el arcón congelador y repartió la exigua compra entre los armarios de la cocina, sabedor de que era el culpable de que los plomos saltaran tan a menudo.

–Esa escalera ya empezaba a dejarme derrotado, a veces incluso por varios días –dice al policía–. Así que nos compramos el arcón para almacenar, no fuéramos a vernos a precario de provisiones. Aún recuerdo cómo las pasaron de putas los que lo subieron, y eso que eran jóvenes. Al principio lo tuvimos medio parado, pero empecé a hacerlo servir en serio hace cuatro años.

Y todo por la maldita escalera –recalca–, que me obliga a dosificarme en las salidas.

–Con este follón de ahora creí que iba a sacarle todo el partido, pero de momento no está siendo así, por suerte.

Con poco nos apañamos mi mujer y yo, había dicho esa misma mañana a la risueña chica del súper, mientras le hacía la cuenta. ¿Quiere que le acerquemos la compra a su casa?, le brindó la muchacha, pero él declinó la oferta. De momento aún me valgo, le dijo.

A esa muchacha del súper siempre le adivina una sonrisa bajo el bozal de tela. Las cuatro palabras que intercambian una o dos veces por semana son una delicia para el viejo, por más que ella sea de un país de esos de por el sur de América.

A la que no aguanto es a la verdulera, dijo a su mujer mientras ordenaba el último tarro de garbanzos en la estantería de las conservas.

–Doña Remedios es la única que todavía mantiene abierta una tienda de las de toda la vida –explica al policía–. Pero la muy zorra te vende a precio de oro el mismo género que el paki de unas calles más allá. Como si, por solo ser ella de aquí, sus acelgas supieran mejor.

No hay derecho, le ha transmitido muchas veces a su esposa, y ha percibido su asentimiento: que hace bien, le ha contestado; que debe economizar.

–Por eso prefiero los otros colmados –dice–. Y, también, porque me jode el chismorreo. ¿Es que acaso no saben lo delicada que anda mi señora?

 Lo que al viejo le molesta es la insistencia. Que ella está mala ya lo venía  explicando desde hace tiempo, cuando de tanto en tanto le preguntaban.

–¡Pero, joder, con esto de ahora es el colmo! –se señala la mascarilla que le oculta la mitad de la cara–. Ahora, con todos saliendo al balcón a hacer gimnasia o a cantar, y a aplaudir en cuanto llega la hora, es como si te pasaran lista. Mucho interesarse, sí; pero, ¡coño, nadie se ofrece a echarme una mano en la casa! ¡Ni siquiera cuando me ven subiendo cargado como un burro! Ya lo único que me faltaba era que viniera la policía.

–Los de servicios sociales han querido hablarle desde hace tiempo, pero usted siempre les da largas.

–¡Que se vayan a tomar por culo los de servicios sociales! ¿Dónde estaban cuando tuve que cerrar el taller? ¿Qué hicieron cuando me quedé con una mano delante y otra detrás? ¡Nadie vino a ofrecerme una ayuda entonces, así que tampoco me vengan a joder ahora!

El hombre se ha puesto rojo y el policía llega a temer que le vaya a dar algo, con tanta excitación.

–Pero usted tendrá alguna prestación económica –aventura.

–Menos de lo justo, como cualquier autónomo. Por no decir que nada. Jamás pensé que me dejaría seco aquella crisis de los noventa, y que a mis años ya me sería imposible recolocarme. ¡Ya ve qué triste final para un hombre! Primero, tener que vivir del salario de mi mujer; y, después, de su pensión.

–Entenderá que el ayuntamiento se preocupe, máxime si ella está enferma. Y que también lo haga la gente.

–¡Que se preocupen de lo suyo, hostia! ¿Tan regalados viven que no tienen otra cosa que hacer que espiar a los demás? Y usted: ¿no tiene maleantes a los que perseguir, en vez de perder el tiempo aquí?

El inspector suspira y se rearma de paciencia.

–Mire, no me puedo estar aquí todo el día. Dígame, ¿va a dejarme pasar o no? –insiste–. Si es que no, éntrese y dígale a su mujer que se asome. ¿O voy a tener que venir con una orden judicial?

El viejo ha bajado cabizbajo hasta el portal, donde se han congregado algunos convecinos expectantes, y los enfrenta con ira. El inspector no le ha puesto las esposas, aunque se prepara para retenerlo si intenta embestir a alguno, por más que lo vea sin fuerzas. En lo que no pone interés es en evitar que el hombre los recrimine.

–Estaréis contentos, cabrones. ¿Tanto os aburrís encerrados en vuestras casa? –les escupe a gritos–. ¿Cómo es que no la echasteis a faltar estos últimos años, hijos de la gran puta?

 El policía sabe que no llegará a detener al viejo. Que solo le tomará declaración –eso sí– y que luego lo devolverá a su casa, sin esperar a que se descongele el cuerpo para que el forense emita su dictamen. Mañana la prensa publicará lo que quiera, pero está seguro de que el abuelo no ha cometido ningún delito grave: quizás alguna infracción administrativa o, a lo sumo, un fraude a las arcas del Estado.

–¿Usted no podría olvidarse de dar parte a la Seguridad Social? –le ruega el octogenario con un hilo de voz, cuando arranca el coche patrulla–. Sin su pensión me veré en la calle y sin nada para sobrevivir.

El inspector no responde, pero está afectado.

–De no ser por esta mierda –continúa el viejo, ajustándose la mascarilla a ras de ojos para disimular que se le están tornando llorosos–, nadie se hubiera percatado de nada.

Al menos hasta que la peste hubiera hecho sospechar al bloque entero, como él tenía previsto.

–Sólo entonces nos habrían encontrado, muertos los dos.

*  *  *

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