-Mantengo una relación beligerante entre mi estómago y la balanza del baño -me explica en confidencia mi amiga Teresa, mientras picoteamos con gula el aperitivo del mediodía.

Me explica que, cuando salta el piloto de alarma en los dígitos del artilugio con el que se pesa cada mañana, se pone a estrictísima dieta de hambre hasta situarse entre los límites que se tiene marcados.

-Pero en cuanto vislumbro ese punto deseado -sigue-, en lugar de actuar con cabeza me doy rienda suelta y me lanzo a recuperar el tiempo perdido. Entonces salto a una vorágine sin freno: salsa con pan, vino, cervezas y patatas, dulces, y todo lo que sea pecar con el paladar. Que para eso ha venido una al mundo, para pecar.

Y así estoy, que nunca acabo, prosigue.

-Unos días me inflo hasta ponerme mala y otros me sumo en ascético ayuno, hasta desfallecer. En la casa de comidas de al lado de mi casa, hay semanas que me nombrarían clienta del mes. Pero en otras, si de mi dependieran para sobrevivir, habrían de echar el cierre.

Eso no es vida -concluye mientras rebaña el escabeche de los mejillones-. Y todo por no obrar con cordura. Por actuar sin término medio, por no esperar a adecuar mi metabolismo.

Después -ya en mi casa-, yo también me peso. Y permuto el guiso con muchas patatas que me iba a preparar por un plato de verdura, y me prometo que no volveré a vermutear en uno o dos días; y que el bistec y las patatas quedarán para la cena -según lo que pese esta tarde-, y me pongo agua en lugar de abrir la botella de vino. Ella también deberá aguardar, aunque esta noche me la beba entera para recuperar.

¿Tendré acaso el mismo problema que Teresa?

Pongo la televisión para distraerme de que como a disgusto. Sale el tema estrella de estos días, y me da por pensar que con todo actuamos igual -yo el primero-, hasta en las peores circunstancias.