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Día ciento diecisiete del año nuevo.
Si el anterior fue sábado de gloria –día de silencio y reflexión que antecedió al domingo de resurrección- hoy es el sábado de reflexión electoral que precede al domingo de vete-a-saber-cómo-acaba-esto. Dado que mi voto está ya más que repensado, yo me lanzo a los mandos de mi ordenador –por favor, no hacer caso de la foto que cuelgo aquí al lado- y me pongo a reteclear en el borrador de la actual novela que estoy pergeñando. Mientras, frente a mi casa, el payés que comparte mi paisaje está arando su pedazo de tierra. Lo veo a través de la ventana. Paso a paso empuja el motocultor, parsimonioso y con método, laborando la tierra que habrá de dar sus frutos de aquí a poco. Para él tampoco hoy es festivo. Viéndole se me afianza aún más la idea de que la inspiración sólo te ha de llegar si te pilla trabajando: en mi caso, estrujando las teclas de este instrumento que hace aflorar mi creatividad.
De esta novela en ciernes –la tercera después de El efecto dominó y de No hay lugar para la poesía– sólo diré que la acción se desarrolla entre España y Chile, tierra ésta última que –por avatares del destino- he tenido ocasión de conocer y frecuentar por motivos de esa otra ocupación mía que contribuye a mi sustento, de la que ya hablaré en alguna otra ocasión. Mientras escribo se me vienen a la cabeza las imágenes de Santiago, de Valparaíso, de Viña y de Isla Negra, y de viñedos entre la cordillera y el Pacífico gris. Recorro de nuevo calles y plazas, subo a los cerros, visito donde vivió Neruda y vuelvo a tomarme un ceviche en el mercado central y un chop helado en la plaza de Armas. Y recuerdo a la gente que allí conocí. Tengo ganas de volver.
Es bonito esto de revivir lo vivido y recordar mientras escribo realidades paralelas que me traen y me llevan más allá del ventanal de mi estudio.
Regreso al teclado: vamos allá.