Me rindo y me dejo vencer hasta sentarme en la tierra, exhausto. Dejo ir entre mis piernas flexionadas el bulto del que tiro marcha atrás, arrastrándolo a duras penas, y hundo la barbilla en el pecho. La frente se me ha inundado de regueros de sudor y me sofoco dentro de la chaqueta. Me duele respirar.
Lentamente me reclinaría hasta que mi espalda reposara en el suelo, como cuando tras la prórroga reuníamos fuerzas para la ronda de penaltis; desparramados por el césped, concentrados antes del momento decisivo, mirando la portería de reojo. Pero aquí no hay ni portería ni balón ni hinchada, ni mucho menos un ansiado trofeo. Ni tampoco equipo: sólo el bulto y yo. Así que me aferro a las rodillas, porque si me dejara ir ya no me levantaría.
Alzo la vista. Hay luna llena pero ya casi no distingo mi coche, detenido allí abajo, en la maltrecha pista. Se ha portado bien. Ha traqueteado y rechinado y he sentido su panza raspando el suelo, y me he encogido como si fuera mi cuerpo el que topaba con cada pedrusco del abrupto camino. Hasta que inevitablemente ha dicho: de aquí ya no paso.
Te envolví en una vieja lona del maletero que amarré con mi propio cinturón para que no se desmadejara. De no ser por tu inoportuna llamada, esto no estaría pasando. ¿Por qué me telefoneaste? Era ya mucho tiempo sin vernos, ¿no podías dejarme vivir en paz? Insististe y, sombrío, accedí a que nos encontráramos. ¿Dónde?, te pregunté. Donde siempre, contestaste, y el rostro se me acabó de nublar.
Me llevo una mano al pecho, el corazón va refrenándose. Cuento el ritmo, ochenta y tantas pulsaciones. Antes, una breve pausa bastaba para ralentizarlo por debajo de los sesenta latidos. Pero los tiempos de deportista profesional en ciernes quedan muy lejos, truncados por la lesión. Me palpo la rodilla. La noto hinchada y caliente, mañana me dolerá horrores. Vuelvo la cabeza hacia el borde del acantilado del que aún disto lo que hará una cancha de fútbol. Me llega el murmullo del oleaje embravecido y regreso los ojos al envoltorio que yace entre mis piernas.
El viejo camarero aún te recordaba. Descolgó una foto enmarcada y te señaló, uniformado y en cuclillas entre el once titular. Hasta los más bisoños del bar conocían tus gestas. Encajaste apretones, se hicieron selfis contigo y firmaste autógrafos: incluso en las hojas del servilletero. Nadie reparó en mí –el tercero por la izquierda de esa misma fotografía– hasta que tú mismo pusiste el dedo sobre mi imagen, en un arranque de misericordia. ¿Tanto he cambiado?
Sí, he cambiado mucho. Antes me hubiera levantado de un salto de este suelo polvoriento, para ponerme a driblar una pelota imaginaria. Pero ahora me crujen los huesos cuando me alzo y el dolor me lacera las piernas y me desgarra la espalda. Va, vamos allá, me digo con desmayo; un poco más. Me inclino y mis manos aferran la lona. Tomo impulso y tiro.
Media docena de cervezas se amontonaron vacías en la barra. La cabeza se me fue enturbiando mientras hablabas de los buenos tiempos. Yo descabalgaba de tanto en tanto un pie del travesaño del taburete y estiraba la pierna para desentumecerla. ¿Aún te molesta?, te interesaste. Sólo de vez en cuando, mentí. ¿Me guardas rencor?, preguntaste, y me pareciste realmente afectado. No, no te guardo rencor -volví a mentir-, el tiempo lo cura todo. Fue un accidente, te disculpaste por infinitésima vez. Y te dije que sí, que lo sé, y me llevé el botellín a la boca.
Ahora una punzada nace en la articulación atrofiada y asciende muslo arriba como una corriente eléctrica, agarrotándolo. Pensé que sería más fácil el trayecto hasta este paraje desolado, cargarme el envoltorio al hombro, lanzarlo al mar. Pero, ¿cómo te echas a la espalda un cuerpo que se balancea, que se dobla y se escurre, que pugna por irse a tierra? Hasta que se va y no te queda otra que remolcarlo. Apenas dos docenas de raquíticos pasos y debo descansar. Solo que esta vez no me sentaré.
Salimos del bar de madrugada. Aún te entretuviste con tus fans mientras el dueño bajaba la persiana. Yo me hice a un lado y, por ocuparme en algo, me encendí un cigarrillo. Sonriente por fuera, fui testigo de las palmadas que recibía tu espalda; hasta a mí me libraron un apretón de manos, fugaz y blando, que me supo a compasivo. Habías llegado caminando y echamos a andar hacia mi coche. La noche estaba fresca y te alzaste el cuello de la cazadora. Es gratificante que te recuerden, proferiste orgulloso, como si anduvieras solo. Sí, debe serlo, contesté. Me miraste de reojo, afectado por no haber controlado tu arranque verbal.
Conduje en silencio. Yo atento al frente, tú pensativo, discurriendo por calles desiertas. ¿Dónde tomamos la última?, propusiste. Miré el reloj. Se hacía tarde y tu compañía me agobiaba. Al poco entrábamos en un pub desangelado, reducto de un puñado de clientes perdidos y de un barman hastiado que nos miró como a dos intrusos. Fui directo al baño, a aliviar la presión de los botellines y de los pensamientos.
¿Qué sabes de Clara? Fue tu pregunta al poco de sentarme, como una demanda indecisa, contenida durante horas. Vi que todo –tu llamada, la tarde de cervezas, los gintonics de ahora– se debían a ella. No sé nada de Clara desde hace años, respondí. Desde que se fue contigo, podría haberte añadido, pero callé porque no me hubieras creído.
Apenas distingo el surco que el fardo va dejando en la tierra árida, ni la huella de mis pisadas que lo flanquean. Tal vez pueda borrarlas con la lona, cuando lo deshaga, o al menos enmascararlas para que no puedan identificarse. Pero con las rodadas del coche será imposible. Miro al cielo oscuro, cuatro amenazadores nubarrones se vienen desde el mar. Quizás llueva, deseo, y vuelvo a tirar del paquete.
Clara siempre anduvo merodeando al equipo, examinándonos. Todos se jactaban obscenamente de que acabarían conquistándola. Incluso tú la cortejaste, primero, para acabar acosándola después. Tampoco fui mejor, pero ella me eligió. ¿Quién era yo para que posara en mí sus ojos juguetones, dime? Ni más ni menos que la promesa del equipo, el delantero que siempre remataba a gol, el pichichi: ese era yo. Y tú, siempre a la zaga, eras mi mejor amigo.
Conseguirla fue como meter la cabeza tras una larga jugada de pases y regateos, donde uno marca y todos lo celebran, aunque les reconcoma no haber estrellado el balón en la red. Sí, todos celebraron mi suerte. Todos menos tú, que te morías por marcar ese gol. Yo sumé un tanto, pero te perdí. Y te desquitaste en una pachanga entre amigos, con una durísima entrada que quiso parecer inocente pero que puso fin a mi carrera. Y Clara, que siempre se orientó hacia el mejor viento, acabó subida a tu barco.
Veinte metros más y arribaremos a nuestro destino, ya siento el olor a salitre. Los nubarrones empiezan a eclipsar el menguado brillo de la luna y me detengo. El dolor de la articulación es insoportable: tanto como mis pensamientos. Se me viene a la boca el reflujo amargo de la ginebra y de tus palabras. Mi relación con Clara siempre fue turbia, te me abriste: de amor y rencor, de dejarnos y tomarnos. Yo seguí mudo. Hace casi un mes que discutimos y se marchó, me explicaste; no era la primera vez, ¿sabes?, pero siempre retornaba a los pocos días; nunca le eché nada en cara, ni siquiera que anduviera con otro: yo también he tenido mis pecadillos; siempre intuí a dónde iba, añadiste; solo que esta vez no ha vuelto.
Por fin hemos llegado. La luna ha desaparecido ya. Me asomo al precipicio y a lo hondo adivino retazos de espuma sobre el negro mar. Vuelvo a sentarme y el aire que me llega desde el borde amenaza con helarme el sudor sobre la piel. Me alborota el cabello y remueve la lona.
Anduviste camino del coche con tu pose de dignidad, hasta que ya no pudiste contenerte. Tú sabes dónde está Clara, ¿verdad?, me inquiriste tembloroso mientras yo abría la puerta. Ya te he dicho que no sé nada de ella desde hace años, contesté sin mirarte. Júrame que eso es cierto, te me encaraste a gritos. Te combatí con un silencio prolongado. Dime dónde está –exigiste antes de caer en un sollozo-, sin ella no soy nadie. Yo tampoco era nada sin ella, se me escapó en un arranque acalorado, mientras un incontenible relámpago de triunfo cruzaba mis ojos.
Vuelvo a ensartarme el cinturón en las presillas del pantalón y en la linde del abismo deshago el fardo. No quiero verte la cara, pero se me hace evidente la sangre reseca que te ensucia el cabello.
Me apresuré a negar otra vez, pero tú ya tenías bastante. Te abalanzaste sobre mí, convulso. En un instante volví a revivirlo todo: tu entrada traidora, el abandono de Clara, el fracaso, las temporadas furtivas de consuelo, la desesperación después…. No, esta vez no iba a ser igual. Bastó un empujón para contener tu embestida. Un resbalón no buscado y tu sien fue a estrellarse contra el bordillo: así de fácil. Confuso -arrepentido un segundo- pensé en socorrerte, pero no había nada que hacer.
Llovizna y arranco el coche marcha atrás, hasta que en un claro puedo darle la vuelta. Parece que ande más ligero sin tu peso. Mientras regreso imagino cómo te zarandearán las olas contra las rocas, desmigándote. Si me preguntan diré que nos separamos al salir del pub; no, no podría decir la hora exacta, pero sería de madrugada, divagaré; sí, hablamos de los buenos tiempos; sí, sí, lo vi bien, parecía satisfecho; no, no tengo ni idea de a dónde haya podido irse; no, tampoco me dijo que pensara viajar.
¿Y Clara? ¿Qué pasará con Clara?
Aparco y subo la escalera. Giro la llave sin ruido y cierro conteniendo la puerta. No enciendo la luz. El regusto a alcohol se ha deshecho por completo en mi boca. Me detengo en el umbral de la habitación y la claridad que se cuela por la ventana dibuja su figura desnuda, de costado sobre la cama. Relajada, ajena a todo.
Suave y tibia.
Mía para siempre.