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Me he tumbado en la playa y me fijo en un hombre que viene caminando por donde rompen las olas. Se ha arremangado los pantalones y la espuma del mar le lame los pies. Es un tipo pesado, alto, con toda la pinta de norteuropeo y vestido de negro. Anda despacio, como si le costara acarrear su cuerpo. En una mano porta sus chanclas. Una mochila, también oscura, le pende de la espalda. ¿Que tendrá, cincuenta, sesenta años? Se cubre con un sombrero de paja. En uno de los bolsillos de al lado de la mochila -uno de esos de brocha rejilla, de los que sirven para poner una botella de agua o un mapa de ruta- destaca, por lo inusual, una brocha. Sí, una brocha de las de pintar: de pintar paredes.

La curiosidad se me despierta y la imaginación se dispara. Pero tengo otras cosas en que pensar y un libro me aguarda dentro de la bolsa playera. Así que me freno.

De todos modos no es más que una brocha, por muy incongruente que resulte en esta playa, pienso mientras volteo hojas en mi novela, buscando el punto de lectura.

Una brocha al parecer nuevecita, recién comprada. Aún viene envuelta en el celofán que le cubre los pelillos. Una brocha trivial, algo de lo que no ocuparse. Seguro que hay una explicación sencilla.

¿Y si en vez de una brocha le hubieras medio vislumbrado un martillo, o cualquier otro objeto contundente? Tal vez el mango de un hacha… o de un machete de desbrozar la maleza…

Vuelvo a mirar a ese hombre mientras prosigue su lento paseo y se aleja. ¿Qué piensas tú que haría un tipo fornido del norte de Europa con un machete dentro de su mochila, en una playa del Mediterráneo y a plena luz del día? ¿A quién buscaría?

Ya la tenemos liada…

 

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